Misc/ II: La muerte y los aviones
Nuestra sociedad ahuyenta y virtualiza la muerte. ¿Podrían ser los aviones uno de los últimos lugares que nos obligan a hacer las paces con nuestra condición mortal?
Quiero que mis restos se fundan con el tapizado / imitación piel / azul marino / de este avión de Ryanair
COSMO K, Ryanair
La muerte es un lugar extraño a los ojos contemporáneos. Su presencia y su constancia son paradójicas en todos los sentidos posibles. De algún modo, está por todas partes. En los telediarios, en la sección de sucesos de los periódicos, en las redes sociales, en las películas y en los podcasts sobre true crime. Pero la relación que desarrollamos con ella no dista demasiado de la que podríamos tomar con cualquier otro tropo de ficción. Basta con cambiar de canal o con seguir haciendo scroll para disipar ese abismo de horror y de misterio. Entretanto, los que tienen la suerte de morirse por causas más o menos naturales suelen hacerlo a espaldas de la sociedad, normalmente entre las paredes de un hospital. Hoy la muerte es, en forma o en fondo, un hecho virtual.
A mediados de los años treinta, Walter Benjamin ya había advertido esto. «Morir, en el curso de los tiempos modernos, es algo que se empuja cada vez más lejos del mundo perceptible de los vivos», dice en El narrador. «En otros tiempos no había casa, o apenas habitación, en que no hubiese muerto alguien alguna vez. Hoy los ciudadanos, en espacios intocados por la muerte, son flamantes residentes de la eternidad, y en el ocaso de sus vidas, son depositados por sus herederos en sanatorios u hospitales». En tal movimiento, nosotros, ciudadanos de la vida, buscamos asemejarnos a la mala infinitud de la que disfrutan las mercancías. Siempre lustrosas, espléndidas, nuevas, hieráticas en los estantes del gran supermercado de lo real. El lifting, el culto al cuerpo o la extensión de la industria cosmética son proyecciones de ese prometeísmo plastificado. El orden de lo natural, de la generación y la corrupción, es sustituido por un canon divino y perenne que expulsa y oculta todo lo que no le conviene. Los cuerpos inválidos e improductivos, los viejos, los erosionados, los asimétricos y los incongruentes, los que mugen en lugar de hablar, los que vierten sus babas, o se cagan encima, o se pudren por dentro. Todos son, de una manera u otra, apartados de la vista del público: nos recuerdan que el cuerpo es materia vulnerable, y esa evidencia ha pasado a ser un tabú. El proyecto eugenésico y el culto a la destrucción que, de manera aparentemente contradictoria, conviven en el ideario fascista, son resultado de esa misma falta de intimidad y de entendimiento con la muerte que inhiere al mundo moderno. La misma falta que hoy nos proporciona estómago para comer lentejas mientras vemos un genocidio por televisión.
Los cuerpos inválidos e improductivos, los viejos, los erosionados (…). Todos son apartados: nos recuerdan que el cuerpo es materia vulnerable, y esa evidencia ha pasado a ser un tabú.
Hasta hace poco la muerte no había formado parte de mis preocupaciones. De adolescente la idolatraba, de hecho. Lord Byron y Kurt Cobain solían ser para mí los dos extremos de una larga cadena de suicidas, mártires y malogrados que lo habían hecho todo a tiempo y bien, incluyendo el morirse pronto, ahorrándose así la vergüenza de una senectud decadente o de un final aburrido. Concebía la muerte como un pasadizo entre la juventud y la excelencia, las dos únicas cosas que merecían la pena. Una protección contra cualquier avatar de la mediocridad que, inevitablemente, acompañaba al hecho de crecer y acostumbrarse al mundo. Si la depresión me proporcionó algo de valor fue el quitarme esa idea de la cabeza. A mis quince años el suicidio era una promesa de inmortalidad, o algo parecido. A mis veinte era un espectro contra el que tenía que combatir todos los días. La fantasía romántica desde la que había buscado resarcir la miseria y el aburrimiento del mundo había tomado vida propia y se había convertido en portavoz de esa misma miseria y de ese mismo aburrimiento. Para comprender cómo funciona la depresión hay que imaginar la operación inversa a la de un escultor renacentista. Un Donatello, un Miguel Ángel o un Giambologna habrían perseguido la quimera de investir de movimiento al mármol, de hacerlo susceptible de pasión, de sacar vida de la nada. La depresión es un bárbaro metódico. Lejos de limitarse a dinamitar la vida, primero te convierte en mármol. Después añade sobre ti, sobre tu piel petrificada, pedazos de piedra inerte. Te rasura las formas, te arrebata los detalles, te suprime los miembros. Vuelve a convertirte en monolito, y su objetivo no es otro que devolverte a la cantera de la que saliste y restaurarte en la entraña vaciada de la montaña sin nombre de la cual fuiste extraído, hasta transformarte, de nuevo, en pura materia inorgánica, en indistinto trozo de mundo, en nada. Acostumbrarme a levantarme y a acostarme combatiendo contra esa fuerza fue lo que me hizo ver cosas que hasta entonces nunca había visto y valorar cosas que hasta entonces nunca había valorado, entre ellas el temor a la muerte. Tenía veintitrés años la primera vez que sentí miedo de bajar a la calle y que me atropellase un autobús. Lo recuerdo como un momento feliz, reconfortante.
Desde entonces, cada vez que me asalta uno de esos sustos, cada vez que se despierta en mí ese feroz instinto de conservación, trato de capturar el instante, de atesorarlo y de estudiarlo. No a modo de homenaje. No para celebrarme a mí mismo o comprenderme mejor, sino para tratar de aproximarme a ese hecho —al menos para mí— insoportablemente misterioso y opaco que constituye la muerte.
La última vez que experimenté uno de estos momentos fue el otro día, viajando en avión de vuelta a casa desde Tenerife, donde he pasado la última semana de vacaciones. No pensé en la muerte en Tenerife. Tampoco en el viaje de ida —que, como es obvio, hice también en avión—, probablemente por las ganas que tenía de estar allí y de olvidar el mes de mierda que venía de vivir. Pero, conforme me acomodé en el asiento y empecé a sentir el temblor de los motores calentándose, el miedo, un miedo atávico e inexplicable, surgió con urgencia. ¿Y si el avión fallaba y se estrellaba contra el mar intentando despegar? ¿Y si al piloto se le olvidaba desplegar el tren de aterrizaje y nos fundíamos contra la pista en la llegada? Peor aún: ¿y si, a causa de una posible negligencia de los controladores aéreos, o del mal tiempo, o de una gaviota extraviada, se producía una catastrófica reacción en cadena y todo lo que había sobre el campo de aviación, incluyéndonos a nosotros, saltaba en pedacitos? El Aeropuerto de Tenerife Norte, de donde partíamos, está considerado uno de los más peligrosos del mundo. Debe ese dudoso honor a una planificación deficiente y a su desafortunada ubicación en el punto más nubloso de la isla. Allí tuvo lugar el famoso desastre de Los Rodeos de 1977, en el que dos Boeing 747 chocaron frontalmente y quinientas ochenta y tres personas murieron en el acto. ¿Acaso alguna de esas quinientas ochenta y tres personas podía haber previsto, en el momento de tomar el avión, que sus vidas acabarían de una forma tan absurda y desgraciada? ¿Qué me aseguraba que eso no iba a volver a suceder? A sucederme precisamente a mí, además. Justo en el mismo mes en que he tenido y dejado el peor trabajo de mi vida y suspendido el examen de conducir. Dada la racha de infortunios y malas pasadas que venía experimentando, si algún accidente aéreo debía producirse en el mundo en ese momento podía dar por hecho que en ese accidente estaría yo. Puede ser, incluso, que yo fuese la única víctima mortal.
Cuando la ola de pensamientos intrusivos cesó ya sobrevolábamos la isla, rumbo al Mediterráneo.
Los aviones son, quizás, una de las pocas excepciones a esa ocultación social de la muerte. (…) Te obligan a intimar con su cercanía, con su posibilidad, azarosa y absurda.
Me ocurre lo mismo casi siempre que estoy en un avión. Y no es para menos. Los aviones son, quizás, una de las pocas excepciones —desde luego, disminuida y defectuosa, pero excepción a fin de cuentas— a esa ocultación social de la muerte que Benjamin describió hace casi cien años (por lo menos para la porción de la humanidad que tiene el privilegio de no convivir con la guerra y el hambre todos los días). Te obligan a intimar con su cercanía, con su posibilidad, azarosa y absurda. Es un hecho estadístico que no hay medio de transporte más seguro que un avión. Sin embargo, la mayoría de la gente piensa al menos por un momento en la vertiginosa, incluso un poco emocionante eventualidad de la muerte cuando se sube a uno. Además de la falta de costumbre, aventuro para esto un motivo: un accidente de avión supone en todos los casos una muerte segura. Otros vehículos pueden, al menos, dejar espacio a la duda y a la imaginación. Los barcos tienen botes salvavidas. Muchas personas dicen tener un primo, o un vecino, o un conocido que sobrevivió a un accidente en autopista, la típica historia que te cuentan en un viaje en BlaBlaCar. El avión, en cambio, no admite excepciones ni anécdotas salvíficas. Sea por fallo de motor, error humano, suicidio de piloto o misil ruso, como algo, cualquier estúpido detalle, vaya mal, estás jodido hasta el cuello. Lo sabemos todos los presentes: los pilotos, los azafatos, los pasajeros, incluso los que se duermen nada más tomar sitio. Así, a la ansiedad que sigue al momento del despegue le acompaña, indefectiblemente, una sucesión de imágenes horribles: el paisaje aproximándose a la ventanilla con una violencia imposible de narrar, los gritos histéricos de los pasajeros, maletas desafiando la gravedad, la certeza de que uno va a palmarla y, sobre todo, ese instante congelado de frustración y de lástima en el que solo se pueden pensar dos cosas, toda la gente a la que no podrás decirle que le quieres y toda la gente a la que no podrás pedirle perdón. Después, el choque, el estruendo. La bola de fuego devorándote y reduciéndote, igual que el espectro bárbaro de la depresión, a mera cosa extensa, a corpúsculo de ceniza fundida con el tapizado azul marino del asiento; la inminencia del Gran Misterio.
Podría atribuirse a la paranoia o a la naturaleza en general macabra de nuestra imaginación. Pero el hecho es que esa posibilidad innombrable está del todo presente a lo largo del protocolo que involucra coger un avión. Presente de una manera tan ordinaria, tan acostumbrada, tan parsimoniosa, que resulta casi… ¡terapéutica! He ahí la importancia de tratar con naturalidad a la muerte: de nombrarla, de enseñarla en los colegios, de invitarla a nuestra fiesta de cumpleaños. En un avión la muerte —la muerte buena, natural, la que llega sola y no por la mano del hombre— pierde importancia porque reviste, más que en cualquier otro lugar en el que ahora pueda pensar, sus dos atributos característicos. En primer lugar, su omnipresencia, el poderío que estriba en su carácter totalmente caprichoso. Nos obliga a tenerla en cuenta, a tomar precauciones, a buscar un mantra, no tanto para ahuyentarla como para hacer las paces con ella. Hacerle un hueco en nuestro mundo para hacerla soportable. En segundo lugar, se muestra como algo totalmente fuera de nuestro control. Nada puede asegurar que el avión no caerá ahora mismo. ¿A qué, entonces, estar preocupándose todo el rato por ella? Esa cohabitación con la muerte que impone un viaje de avión se hace evidente en cada detalle. En las instrucciones que dan antes del despegue. En el inquietante «Don’t worry if your mask doesn’t inflate, oxygen is flowing». En el panel con instrucciones de seguridad que hay estampado en los reveses de los reposacabezas. Incluso en la absurda idea de colocar cinturones en los asientos, los cuales, como todo el mundo sabe, no esconden otra utilidad que la de no desperdigar nuestros cadáveres calcinados, o lo que quede de ellos, en caso de accidente, facilitando así la identificación de los cuerpos.
La modernidad tardía tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. El sufragio universal o los patinetes eléctricos son inventos gloriosos y recientes que mantienen viva la endeble llama del progreso, en el que ya casi nadie cree. A cambio, los abuelos ya no mueren en su casa y las iglesias se han convertido en emplazamientos turísticos sin encanto. En este orden de cosas, los aviones son quizás lo más parecido que tenemos a un artefacto barroco. Un extraño y paradójico monumento a la finitud. Tras cada uno de sus operadores, aparatos y señales de advertencia se esconde, aunque sea por imperativo legal, un tímido memento mori que nuestro mundo trata de exorcizar en todas partes. En ellos la muerte sigue existiendo aún como virtualidad, no como experiencia. Igual que en la tele. Pero quizá sea lo mejor, lo único a lo que podamos aspirar. Al menos mientras no nos alcance el infierno. Mientras todos esos muertos que, como condenados mitológicos, repiten su muerte una y otra vez en nuestras pantallas, en nuestros diarios y en los canales de YouTube de terror no conjuren su hechizo y vengan a por nosotros exclamando: ¡larga vida a la Nueva Carne!